–Nunca permitas que te lastimen-, estas fueron las ultimas palabras de mi padre instantes antes de morir. Mi cuerpo se estremeció, pero ninguna lagrima se derramo de mis ojos, sentí un gran alivio porque supe que él ya no sufrirá ningún dolor. Tenia ya tres meses en cama sin poderse levantar. El era todo lo que me quedaba.
Mi madre murió siete años atrás; sólo una persona nos acompañaba y me ayudaba a su cuidado, su hermana Carmen, mi tía, no logré comprender como una mujer delgada y frágil como lo era ella lograba cargar con el peso de la enfermedad de mi padre y aún cuidar de su hogar, en su rostro se notaba el paso de algunas décadas, pero su mirada continuaba siendo amable e inspiraba confianza y tranquilidad; ella fue la única que quedo a mi lado durante los momentos más difíciles.
Mi padre se negó a ir a un hospital para ser atendido como él necesitaba, porque nos decía que no quería morir en un lugar en el que lo encerrarían entre sabanas blancas. Tía Carmen creía lo mismo, nunca entendí la razón de su pensar; por el contrario sabía que en el hospital tendría mayor calidad de vida y no sufriría esos dolores tan terribles. El cáncer le fue diagnosticado hacía cinco meses lamentablemente éste se encontraba muy avanzado y ya había invadido gran parte de su cerebro era cuestión de tiempo para que perdiera las funciones de su cuerpo. Les di varios motivos por los cuales sería bueno que fuera internado en el hospital pero me ignoraron, seguramente por considerarme aún joven –no recordaban que me encontraba estudiando medicina.
Los fármacos conseguidos con recetas de los doctores –los cuales lo visitaban en la casa- ya no producían el mismo efecto, los dolores eran cada vez más fuertes e insoportables tanto que en varias ocasiones perdió el conocimiento.
Mi día comenzaba a las cinco de la mañana, para preparar los alimentos a mi padre, platicaba un momento con él para que no estuviera tanto solo, dejaba pasar un tiempo y me iba a la universidad; anhelaba tanto llegar a ese lugar al que denominaba mi escape de la realidad. Mis amigos y especialmente John, eran quienes ayudaban a conseguir ese escape. Al llegar a la escuela me preguntaban por mi padre y mi salud, me hacían preguntas y casi nunca me daban tiempo de responder.
-¿Dime que ya has comido?
-¿Conciliaste el sueño?
–No debes olvidarte de ti.
Se preocupaban demasiado, creo que en su lugar haría lo mismo. Recuerdo una ocasión en la que todos llevaban algo preparado para comer a excepción mía, pues en realidad nunca me avisaron de llevar algo. Hasta la hora del descanso me di cuenta de que se trataba para mi, nos dirigimos hacia el parque el cual está enfrente de la escuela. Este parque en particular me gustaba, venía de niña con mis padres, lo recuerdo como si fuera un sueño: mi madre sentada sobre el césped, con un bello vestido que cubría sus rodillas, color blanco con estampado de flores lilas –este vestido me encantaba-, mi padre subiendo por la resbaladilla y yo tras él, cuando me cansaba me sentaba sobre una gran roca en medio del parque rodeándome varios árboles de Eucalipto, esos árboles enormes de largas hojas, nunca pierden su color ni se caen durante el invierno, mi padre solía decirme que yo era como esos árboles –sin importar que suceda siempre mantienes tu sonrisa, al igual que ellos su color reflejo de vida.
Llegamos al kiosco en el centro del parque, nos sentamos en el suelo, la más joven de mis amigas Mary, llevó galletas que el día anterior su mamá horneó, John, el amigo a quien consideraba como mi hermano menor -aunque era mayor que yo- llevó un pequeño pastel de chocolate –mi favorito- con una cereza encima (la cual gané y comí inmediatamente), Anna, a pesar de conocernos a penas unos meses se ha convertido en una buena amiga, es la muchacha más aventurera que conozco (siempre me está animando ha realizar las cosas que me asustan); ella compartió con nosotros una deliciosa ensalada de frutas con manzanas, peras, bombones, pocas fresas y una deliciosa crema hecha por ella, según afirmó es su receta secreta. Este improvisado convivio lo organizaron para que me olvidara un poco de todas mis preocupaciones –por primera vez sentí que era importante para otra persona-, brotaron lagrimas de mis ojos, una cálida mano impidió que cayeran al suelo, esto me sorprendió, no me di cuenta de cuando comencé a llorar, esa mano era de John, se acerco para abrazarme mis amigas hicieron lo mismo. Mientras comíamos unas palabras cambiaron mi día –Siempre estaré a tu lado y te prometo jamás hacerte sentir mal ni herirte- lo escuche e inmediatamente voltee la cabeza para encontrar al dueño de la voz, su mirada estaba fija en mi –John es ese tipo de persona que sabe que decir en el momento preciso-. Mis amigas creyeron que eso parecía a una declaración, pero yo sabía que era sincero, nuestra relación de amigos era distinta a lo que ellas conocen. Desde que me conoce me ha considerado una persona muy indefensa, siempre se preocupa por mí.
Pasaron dos meses –con lentitud, así lo pensé. Los estragos del tiempo se hicieron notorios en la casa sobre todo en la sala y la estancia, ambas comunicadas por una puerta, tenían las esquinas llenas de telarañas, donde se criaban docenas de familias arácnidas –cuántas veces no fueron mi compañía por las eternas noches de desvelo-. El reloj de péndulo con figura de luna menguante con un búho sentado en su regazo y con esos ojos que parecían percibir los cambios de esta familia, colgaba por encima del sillón reclinable –quisiera deshacerme de él, lleno de hoyos-, del color rojizo aterciopelado no quedaba rastro salvo unas manchas por la parte trasera. Mi padre lo heredo del suyo y mi abuelo de su padre, ahora me tocaba conservarlo.
Los gastos por medicamentos y visitas de doctores agotaron los ahorros. Esta fue la razón que comunique al director –por ese motivo dejare la universidad-, él no quedo convencido del todo, pero termino aceptándolo.
Al salir de su oficina recibí una llamada, era tía Carmen, se escuchaba muy alterada, su voz entre cortada intentaba advertirme de lo que ocurría en la casa, a duras penas le comprendí algunas de ellas. Arrojé lo que traía en la mano y corrí lo más rápido que mis pensamientos hilvanados a mis pies lo permitían. Cada pensamiento terminaba en la angustia producida por el más grande miedo de saber y regresar a la realidad –mí padre…-, cada paso representaba una lagrima que me desencajaba el rostro, creí escuchar algunas voces conocidas intentando detener mi carrera frenesí, ninguna lo consiguió. Por fin llegué a la entrada de la casa. Una ambulancia me dio la bienvenida, entré y entonces reconocí el más grande miedo encarnado en una cama, de la cual sobresalía una mano por debajo de las sabanas que cubrían el cuerpo de mi padre.
Una voz se acerco a besarme la frente. Alguien me dijo –es hora de despertar, llegarás tarde a la universidad-, me incorporé tan rápido como pude, mire a mí rededor, no di tiempo de darme cuenta si continuaba siendo un sueño… corrí y la abrace, se abrió la puerta del baño y salió él, al verlo no pude hace más que llorar, llorar como una niña sin consuelo a la que acababan de asustar. Ninguno comprendió esto, ambos se miraron con incertidumbre para luego acercarse a mi y me dieron el más dulce abrazo, no se los quise contar.
Otro mundo dentro de mi mente, otra invensión más, pero ésta la odiaré el resto de mi vida.
2 comentarios:
Creo que ya lo había leido....
Los cambios son buenos.
Siempre un placer leerte Nanicienta n_____________________n
waa los extraño
te quedo
Heeey Nancy!
Me gustó mucho la narrativa, sobre todo el comienzo que se convierte en el meollo del asunto. El proceso psicológico que le diste a tu estructura fue muy interesante. Vaya, el inconsciente, esos monstruos marinos que a veces emergen y odiamos. Las descripciones de las situaciones y los escenarios provocan que el lector se vaya sumergiendo en la trama y la temática. En fin, me gustó. Pasaré por acá seguido.
Recupérate. Saludos.
Felices vacaciones!
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